miércoles, 9 de diciembre de 2009

JacquesDerrida. "¿Non omnis moriar?"

Por: José T. Mendoza Hernández
(Séptima entrada)

Hermana mía riente eres la muerte
desfallece el corazón eres la muerte
entre mis brazos eres la muerte
hemos bebido eres la muerte
como el viento eres la muerte
como el rayo eres la muerte
la muerte ríe la muerte es la alegría

—Georges Bataille


I

Todo escrito deviene al menos potencialmente lectura. Esta relación óntica posee un carácter irreductible porque es parte de un proceso afirmativo y conservador que implica de suyo una disposición, un ethos (carácter) de quien escribe y de quien lee. En esto consiste el proceso dialógico de significación e interpretación. Por otra parte, la relación entre escritor y lector implica también una doble ausencia: del lugar y de quien escribe[1]. Tales ausencias pueden, por un lado, quebrantar la continuidad de la relación dialógica impidiendo, de esta manera, alcanzar la completud ontológica que requiere el texto. Por otro lado, sin embargo, esta ausencia es también condición de posibilidad para que el silencio que prevalece en el escritor, devenga en palabras por parte de quien lee. En última instancia, pues, como nos dirá J. Derrida, “la escritura se desplaza a lo largo de una línea quebrada entre la palabra perdida y la palabra prometida”[2], entre el escritor y el lector.
Por ello, en una época donde tanto la escritura como la lectura han pasado a ser sectarias, tareas delegadas únicamente a “intelectuales” y “estudiantes obligados o comprometidos” con tales ejercicios, se han relegando también las posibilidades fácticas de completar y complementar el círculo dialógico que afirma y conserva al Homo legens (hombre que lee). Lo anterior se debe, en gran medida, a que la pasividad que ofrecen ambas actividades se ha visto rebasada por el aumento de gráficos interactivos que se ofrecen en internet, quienes permiten, en un tiempo record, recorrer varios espacios, relegando éstos últimos a una cuestión de carácter virtual. Pese a lo anterior, aunque el internet, la televisión y la radio no son los únicos medios por los cuales ha sido reemplazada la escritura y la lectura, sí repercuten de manera excesiva a que se pierda constantemente el interés por tales actividades.

II

Habrá que analizar en lo consecuente en qué consiste el ethos de las figuras participantes. En primera instancia, el ethos del escritor habilita y pone en marcha una ontología dialógica que se encuentra en posibilidades de volverse erótica en el momento en que el texto aparece frente al lector bajo un estado de abierto, dispuesto a proveer de una experiencia estética diferente a cada sujeto. De esta manera, el texto, ya acabado, es abandonado y puesto en libertad para que ande su propio camino, un camino que se ha construido a sí mismo a través de las palabras que lo enmarcan y texturizan y que a la postre también enmarcará y texturizará al ethos del lector. Es, pues, éste último, quien en el acto reminiscente que provee la lectura silenciosa, vuelve al texto un producto del recuerdo y la nostalgia, lo convierte en parte de un viaje erótico que sólo el arte de la reminiscencia logra alcanzar a través de las palabras y de su constitutivo espacio óntico que emerge de entre éstas últimas, el silencio. Por ello, tal acto reminiscente al que dan cabida las palabras, permite tanto al escritor como al lector separarse de su condición mortal. Permitiendo, de esta manera, que la palabra ande su propio camino.
Así, dado que todo camino recorrido por la palabra llega al lector a través de la estetización hecha por éste último, aquella tendrá que luchar por no morir del todo, por no sucumbir a las malas obras de la muerte y a las de su aliado incondicional, el olvido. A través de la palabra, pues, tendrá que trascender y separarse tanto el escritor como el lector de su condición mortal de ser humano. Dejar que la palabra, que permanece en estado de abierto, pueda decir, ella misma, “Non omnis moriar”.
De lo anterior se desprende un axioma, a saber, el hecho constitutivo de que “sin muerte no hay poesía” y de que “sin poesía tampoco hay muerte”. Lo que a su vez es condición de posibilidad para que las acciones del hombre no se vuelvan vacuidad. Así, la palabra a partir de la cual se construye el texto, se vuelve el espejo, el vínculo entre el yo y lo otro que hacen posible y hasta imperiosa a la primera persona del singular, el yo que mira porque es mirado, el sujeto siempre necesitado del otro porque es sujeto necesitado de contemplarse y afirmarse a sí mismo a través del otro. Porque contemplar es completar; contemplarse es completarse.

III

Finalmente, porque las palabras están en condición de superar la muerte, es decir, la ausencia del otro, nos acercamos al muerto mediante palabras como queriendo cerrar ese hueco enorme que nos deja el inadmisible acto del morir, de no ser respondidos en el acto dialógico por el otro. Con la muerte, pues, se abre la negatividad, la cesura, la usencia del yo, no del otro que ha muerto sino de eso que se fue de nosotros en el otro, la contestación, el comentario, la crítica. Por esta razón cuando el otro muere, el yo se ubica en ninguna parte, se hace el silencio discursivo, lo que bien puede devenir en olvido. Así, el lenguaje verbal, escrito o hablado que estaba en suspenso, esperando para ser reconocido por el otro, se vuelve una grafía del silencio. Quizá, y sólo de manera hipotética, sea por ello que en la poesía es muy común recurrir a los puntos suspensivos, dando a entender que el discurso del yo está ahí colgado, suspendido y en posibilidad de volverse un susurro. Sin embargo, se ha dicho también que el silencio que surge de entre las palabras es la parte óntica del discurso, por esta razón el valor de los puntos suspensivos depende de la palabra que los antecede. A veces no valen nada, a veces lo dicen todo; por ello el silencio se escribe, se ofrece a la escucha. En fin, “el logos, la palabra escrita, deviene phonos”[3].
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[1] Cf. J. Derrida, ”Edmond Jabes y la cuestión del libro” en La escritura y la diferencia, pp. 95-97. [2] Ibidem, p.90.
[3]Raimundo Mier, “Derrida: Los nombres del duelo, el silencio como claridad”, en Jacques Derrida, Las muertes de Roland Barthes.

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