jueves, 10 de diciembre de 2009

CUARTA PARTE

Tal hueste en movimiento de una verdad que resulta haberse escapado cuando descubrimos tener en las manos no más que a una metáfora[1], ya va haciendo sentir lo que adelante será descrito como un torrente, lo que antes ha sido dicho como puro movimiento de algo inaprensible: el ámbito de la verdad; toda la naturaleza externa a lo que el lenguaje o la escritura pueda darnos: la Preliteralidad; aquello que sólo señala la diferencia que guarda con sí la palabra. Construir un edificio conceptual en que la verdad tenga cabida es vivir una ilusión, es decir, pretender que el edificio sea el río cuando no lo es, o de otro modo, que la palabra sea una referencia cuando en verdad toda referencia es primordialmente en la palabra.

"Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento."[2]

El edificio conceptual que vaga sobre el correr del agua, más concretamente sobre el movimiento; siendo artificial, creado por el genio humano sin más opción que sobre su amenaza más eminente; sobre el peligro de su disolución a cada segundo; es el lenguaje con que el hombre se construye un refugio habitable, contra un mundo en que se mira aparecer: insostenible, intratable, inaprensible por su fuga constante; por su eterno devenir, por su afluente imparable para ser observado como tal, sólo tratable en las palabras, en el lenguaje, en el edificio conceptual; un edificio de discursos propios de la marca, de la memoria, de una escritura particular, de la diferencia con el agua, con la naturaleza externa, con la verdad, su inmediatez y su fuga, más allá de lo que el artificio pueda fijar y llamar verdad, por el movimiento de lo real.

"Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su 'conciencia de sí mismo'."[3]

El hombre se tiene a sí porque puede señalarse, pero sólo puede señalarse dentro de lo señalable, sea dicho, dentro del edificio. Afuera todo corre con una velocidad inasible por ningún control, por ningún aparto o artificio. El hombre se descubre afuera, en el movimiento, en el flujo cuando intenta decirse entre todo lo que hay, pero no dice nada de sí ni de ninguna cosa más al pronunciar la voz o al pronunciar un nombre, que no sea la enunciación de algo que ha de pretender ser cuando no es ya eso que pretende, sino otra cosa, de nuevo: lenguaje, distinto a lo que en verdad pueda ser, eso que se va innombrable con la corriente; la verdad externa o metalingüística, preliteral ya, si se quiere.

[1] Cf. “La retirada de la metáfora” pp. 12-20.
[2] Cf. Nietzsche, F. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. pp. 3-15.
[3] Ibid.

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