miércoles, 9 de diciembre de 2009

Escribir para no ser leído: La ausencia comunicativa

Por: José T. Mendoza Hernández
(Octava entrada)

Les moments de crise
produisent un redoublement de vie chez
les hommes…

Paul Auster


I

Escribir para no ser leído, es una forma prefigurativa de la muerte. Por un lado, da cabida a una autoconcepción de desaparición, nos presenta la posibilidad, irremediable para los seres humanos, de que vamos a morir. Por otro lado, nos coloca en la posibilidad de no dejar huella, de morir en el olvido absoluto. Escribir para no ser leído es, pues, en cierta medida, negar nuestra autoafirmación, nuestra imperiosa necesidad de ser afirmados por el otro. Cuanto más si se acepta que esta necesidad de complementar el texto, a partir de un comentario, es un modo de afirmar la palabra en el exilio, es otorgarle la posibilidad de darse a conocer por los derroteros de la interpretación[1].
Siguiendo con este análisis, el acto de escribir y no ser leído nos remite además al encuentro de un yo acorralado que muere, que está ahí para ser abandonado en el vacío. Lo anterior se alcanza por el mutismo al que nos obliga la escritura y la lectura. Hay que escribir y leer en el silencio, en el ensimismamiento de lo individual, del yo que nace y se profundiza callado, en la autoreflexión de sí consigo mismo y que anula al sonido como una posibilidad interpretativa. Paradójicamente, el logos que para los griegos se hace presente en el discurso de la polis y que se proclama en el ágora, ha devenido en la modernidad como una forma de pensar y vivir, pero ahora fundido en el silencio, sin emitir ningún tipo de ruido, sin deformar ni transgredir la espacialidad. Se ha vuelto, pues, un Logophonocentrismo[2] que niega, en cierto sentido, toda posibilidad reverberante a la palabra. No ser leídos, en el sentido, este último, de no ser interpretados fonéticamente por el otro, nos muestra la figura de un escritor o lector ausente que se vuelve contra sí mismo, que exalta la posibilidad de construir un cogito sumido en el silencio. Es aquí donde se nos presenta la posibilidad de un yo que mira pero no es mirado.
Pese a lo anterior, el silencio, que es una propiedad óntica de la palabra, posee un carácter ambivalente que posibilita la aparición del otro que me reivindica como ser dialógico. En los discursos, por ejemplo, la palabra del otro que me afirma llega en el silencio del yo; no acontece en el diálogo sino en la separación del yo con lo otro. En esta medida, estar con los otros, es encontrarse con ellos del mismo modo en que sucede cuando se lee en silencio, es el acto de decodificar solitaria y desoladamente, oyendo voces, dejando que el otro, quien escribe, se haga presente a través del yo que interpreta. Esta es, pues, al menos hipotéticamente, la función de la lectura.

II
Aún nos queda analizar la ausencia que nos provee el texto y la lectura; la ausencia del lugar y del escritor.
La palabra posee, en cierto sentido, una característica mágica, crea y destruye, da vida y asesina. Mediante sus posibilidades discursivas traslada lo otro a lugares inimaginables al menos sintagmáticamente hablando, por ello, nos dice J. Derrida: “la palabra abole la distancia, desespera del lugar” al mismo tiempo que nos remite a los no-lugares. En este sentido, la palabra se vuelve desértica, cada grano de arena en el desierto es una palabra que nos presenta una posibilidad infinita de lugares a los que nos podemos trasladar desde la escritura o bien desde la lectura. Por ello, quizá se torne factible decir que la palabra es un arma de doble filo, en tanto que inventa por sí sola su camino inencontrable, y a donde el yo es lanzado al abismo interpretativo. Escribir para no ser leído, es arriesgarnos a que el yo discursivo se suma en la nada, en el vacío interpretativo; que se vuelva una palabra muerta. Quizá por ello ahora se entienda mejor el sentido de los epítetos en los cementerios, esa necesidad de que mi yo sea afirmado en, y por el otro, por aquel que me complementa.
Por otra parte, está también la ausencia del sujeto, del escritor. Quien escribe abandona su palabra y su fonética, deja que ella misma ande por los terrenos movedizos que nos provee el lenguaje; a la distancia, el escritor anda con su palabra, con sus discursos orales y escritos. Sin embargo, este personaje peculiar, también corre el peligro de ser lanzado por el tiempo y el espacio que logran transgredir las palabras, es lanzado “lejos de su lenguaje, queda emancipado o desamparado”[3] al tiempo en que le permite caminar sola y despojada a la palabra.
En esto es, pues, en lo que consiste el sacrificio del escritor, a saber, en consagrar la palabra para que ésta exista y se mueva por sí misma, abandonada por el espacio imperecedero de las interpretaciones[4].
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[1]Cf. J. Derrida, La escritura y la diferencia, p. 93.
[2]Cf. J. Derrida, De la gramatología.
[3]J. Derrida, La escritura y la diferencia, p. 107.
[4]Ibidem, p. 110.

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