jueves, 3 de diciembre de 2009

Heidegger y la poesía. "El ocaso del lenguaje"

Por: José T. Mendoza Hernández

La poesía ha puesto fuego a todos los poemas,
se acabaron las imágenes,
se acabaron las palabras.
Abolida la distancia entre el hombre y la cosa,
nombrar es crear,
e imaginar, nacer…

—Octavio Paz

El hombre intenta trasladar lo absolutamente otro, la muerte, al orden del entretejido sintagmático. En este sentido, el carácter fundante que posee la palabra (el logos), en tanto creadora de discursos, es trasladado al ocaso que está aún por venir. Parafraseando a Heidegger, el sentido de la vida depende del sentido que se le dé a la muerte. En la medida en que ésta última es entendida como silencio, se vuelve factible otorgar a los discursos un grado de permeabilidad, adjuntando con ello el silencio como una posibilidad discursiva. El ser, quien “no es otra cosa que el darse en el lenguaje”[1], hace suya la característica perversa que posee el silencio. Es, pues, éste último quien coloca al lenguaje en los límites discursivos del sacrificio y la presencia, quien hace resonar a la palabra a través de la reminiscencia[2].

La poesía, quien desde una postura batailleana conduce lo decible a los límites de lo indecible, es quien libera a través del sacrificio, al lenguaje. Por un lado, mantiene al individuo en el terreno de lo limitable; por otro lado, sin embargo, es quien vulnera, violenta y vuelve frágil al lenguaje de tipo utilitarista. En esta medida, la poesía, en tanto que vuelve vulnerable al lenguaje, logra trasladarlo de un campo utilitarista a lo desconocido. Con ello, las palabras que son usadas en la cotidianidad son transgredidas y despojadas de su labor utilitarista[3].
Por su parte, el lenguaje del que hace uso la poesía se vuelve vulnerable en la medida en que al ser enunciado, se presenta como un lenguaje de la cotidianidad. Sin embargo, lo que vuelve peculiar a la poesía es que apenas ésta hace uso de dicho lenguaje, lo aprehende para morir como posibilidad discursiva de la realidad, para devenir, bajo el sacrificio, en un lenguaje que ha sido transgredido al evadir las fronteras topológicas de lo real[4]. Cuanto más si se acepta que el “ser, para las cosas, significa pertenecer a una totalidad de retornos que es dado ante todo como sistema de significados”[5]. Es en esta medida que la poesía posibilita al individuo traspasar las fronteras de lo real y, en consecuencia, a trascender la condición mortal del ser humano por medio de las palabras, de la poiésis. Cada acto reminiscente de la muerte, se vuelve un intento por transgredir las fronteras topológicas a través del lenguaje, recreándose y regenerándose a sí mismo.
Es, pues, este sacrificio de las palabras en el cual incurre la poesía, quien vuelve tolerable la vida de lo humano en su camino tortuoso al que lo conduce la muerte. La misma enunciación de la palabra “muerte” tiene lugar en la medida en que ahora es extraída de su contexto y trasladada hacia el límite del sinsentido. Más aún, ella es quien otorga el carácter constitutivo a la poesía. Si la palabra muerte no sufriera dicho sacrificio, no se podría enunciar, pues su enunciación requeriría necesariamente el acto mismo del morir.
El enunciar la muerte del individuo es jugar con la palabra muerte, es traspasar las fronteras de lo real. En última instancia, “la poesía misma se vuelve campo de superación de la muerte”[6] al tiempo que valida la presencia del otro que ha muerto, pues el otro no ha muerto en la palabra Muerte.
En conclusión, la poesía conduce lo indecible al terreno de lo decible y al mismo tiempo traslada lo decible hacia el ámbito de lo perenne. Por su parte, la palabra, en tanto que perenne, frustra a la muerte como lo absolutamente otro y, con ella, a su aliado inseparable, el olvido. Es la poesía quien, en última instancia, vuelve expresable a la muerte. Sin poesía no hay muerte y sin muerte no hay poesía. Así, el “acontecer [de la poesía] es el instituirse de las aperturas históricas”[7]; porque el lenguaje no muere, sino se regenera a través de la poesía, es que ésta última se vuelve el “evento inaugural que rompe la continuidad del mundo precedente y funda uno nuevo”[8].
Bibliografía
-Bataille, Georges, La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1973.
-Vatimo, Gianni, Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Paidos, Barcelona, 1992.
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[1]Gianni, Vatimo, Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, p. 69.
[2] Si por reminiscencia se entiende a la acción de representarse u ofrecerse a la memoria el recuerdo de algo que pasó, la idea de muerte tendrá que ser trasladada al campo fundante. El silencio, que puede ser interpretado como la muerte del lenguaje, es colocado de modo anterior a la palabra.
[3] Bataille recurre a un ejemplo significativo. “Si las palabras como caballo o mantequilla están en un poema, lo hacen despojadas de preocupaciones interesadas. Tantas veces como esas palabras: mantequilla, caballo son aplicadas a fines prácticos, el uso que la poesía hace de ellas libera a la vida humana de tales fines. Cuando la granjera dice la mantequilla o el chico de la cuadra el caballo, conoce la mantequilla, el caballo. […] Por el contrario, la poesía lleva de lo conocido a lo desconocido. Puede lo que puede la granjera o el chico de la cuadra, presentar un caballo de mantequilla. Sitúa de este modo ante lo incognoscible” (Georges, Bataille, La experiencia interior, p. 144.)
[4] Cf. Gianni, Vatimo, Op. cit., p. 67. La poesía permea y vuelve noble al lenguaje, puede jugar con él sin que por ello pierda su significatividad.
[5] Ibidem, p. 69.
[6] Idem.
[7] Ibidem, p. 79.
[8] Idem.

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