viernes, 27 de noviembre de 2009

Una lectura de la relación dialéctica signo

Las meninas de Velázquez. Una lectura de la relación dialéctica signo-significante

 

Por: José T. Mendoza Hernández

Yo que sentí el horror de los espejos

no sólo ante el cristal impenetrable

donde acaba y empieza, inhabitable,

un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita

el otro azul en su profundo cielo…

 

—J. L. Borges

   Primera parte. Ontología dialéctica signo-significante

Todo discurso implica de suyo una relación dialógica y supone un orden conceptual. Lo anterior bien puede trasladarse al discurso que nos proporcionan las mercancías dado que el argumento dialéctico que valida el modo capitalista de prácticas sociales “puede contar también como un sistema de prácticas lingüísticas, conferir una manera de hablar que otorgue contenidos proposicionales”[1]. Tal argumento parece no tener problemas en la medida en que se refugia en valores de uso concretos; en tal caso una mercancía A se cambia por una mercancía B y, al menos en primera instancia, no da paso a posibilidades interpretativas.

   Pese a lo anterior, la posibilidad interpretativa que se ha negado en el valor de uso de las mercancías, queda abierta cuando se atiende únicamente al valor de cambio: el dinero. Éste, nos dice Marx, “es la confusión e inversión universal de todas las cosas”[2]. Así, aunque el dinero, en tanto valor de cambio posee un valor, éste nunca se manifiesta de manera concreta sino hasta que ha devenido en valor de uso, mientras tanto, sólo aparece bajo la forma de espectro. En esta medida, tal o cual cantidad implica de suyo una libertad de posibilidades adquisitivas, colocando al individuo en el límite de lo discursivo, creando en él el vértigo que surge frente al vacío. Lo anterior sucede cuanto más en el sistema capitalista, si se acepta que, a partir del proceso de enajenación, el individuo pierde identidad frente a las mercancías, otorgándole a éstas últimas la capacidad de asignar, a partir de la relación dialógica, un orden discursivo de la realidad. Digamos, pues, que la angustia aparece cuando el individuo, quien en todo momento tiene que ser afirmado por lo otro, no alcanza a completar su imagen reflexiva en el valor de uso de una mercancía, cualquiera que ésta sea. Esta postura, aunque un tanto trágica para el modo de vida que se sigue en la modernidad capitalista, es la figura que impera en los tiempos modernos.

   Para explicar lo anterior, habremos de insertarnos en la pintura de Diego Velázquez, titulada Las meninas. Obra, ésta última, que data del año 1656 y que Michel Foucault  ya ha analizado en la primera parte de Las palabras y las cosas. En la pintura antes mencionada, se observa ante todo un cuadro en el cual somos contemplados por el pintor que aparece en ella. Nosotros, los espectadores, somos también una añadidura del cuadro en tanto que hemos sido subsumidos por el reflejo que éste último nos provee. Es así que, ahí, estando frente al cuadro, somos acogidos y perseguidos por la mirada penetrante del pintor, somos parte de esa compleja gama de incertidumbres, de cambios y de esquivos reflejantes que aparecen en la totalidad del cuadro. Es, pues, en esta tónica, que cuando la mirada del pintor es dirigida más allá del cuadro, esto es, al espacio infinito que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; es este el lugar preciso donde el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar, hasta producir un efecto reflejante que conduce al infinito, produciendo y otorgándole al espectador una sensación de libertad interpretativa. Este cuadro es, pues, en su totalidad, un símil de la modernidad capitalista.

   Dado lo anterior, se presenta en dicho cuadro la posibilidad de que el pintor sea dos veces invisible. En primer lugar, porque no está representado tangiblemente en el espacio del cuadro y, segundo, porque se sitúa en este punto ciego, en este recuadro esencial donde nuestra mirada se sustrae ante nosotros mismos en el momento en que lo vemos. En esta medida, el cuadro en su totalidad nos presenta una escena para la cual él es, a su vez, una escena de sí mismo. Es, pues, objeto de sus propias posibilidades discursivas y, sin embargo, no logra complementarse siendo imagen reflexiva de lo otro, de lo que se le presenta enfrente. Por ello, de la misma manera como sucede en el cuadro, en donde la imagen reflexiva no alcanza a completarse y, en esta medida, complementarse  dialécticamente del todo, en la modernidad capitalista se sigue esta misma función, a saber, queda siempre abierta una infinitud de posibilidades discursivas que, en tanto tal, la vuelven un tanto ilusoria. Ello, provoca que se afirme la vida en la modernidad aún cuando nos conduce a nuestra propia muerte, aún cuando posee una característica un tanto apocalíptica.

   Por otra parte, del mismo modo como sucede en el cuadro antes descrito, el individuo del aquí y ahora que en todo momento participa de la modernidad capitalista, pues es parte de su status ontológico, no logra dar cuenta de su enajenación, de su inserción en ésta última. Además, al igual que como sucede en el cuadro de Velázquez donde el espectador es al mismo tiempo quien observa y es observado, es decir, quien se vence enajenando, anulando su figura de espectador y colocándose como parte de la obra, en la modernidad, el individuo anula su autonomía para dar paso al orden discursivo de lo capitalista. De esta manera, la modernidad capitalista puede describirse como la afirmación “de la forma natural del mundo de la vida, la cual parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital”[3]. El espectador, a pesar de ser quien inicia esta relación dialéctica signo-significante, se asume, apenas observa el cuadro, como una forma ya vencida, como una forma que pasará a ser observada, siendo encerrada en el entretejido sintagmático. Finalmente, la figura del pintor, no de Velázquez sino de quien aparece en el cuadro, puede desempeñar el papel del capitalista, pues es él quien dirige su mirada fría y cautivadora hacia el público que lo observa. Esto, sin embargo, sólo ocurre en la medida en que nos encontramos frente a la obra en el lugar de su objeto, en la medida en que nos enajenamos no reconociendo nuestra imagen reflexiva en el cuadro.

   Faltará, pues, analizar en qué medida a pesar de lo caótico y contradictorio en que se le presentan las relaciones mercantilistas al individuo, es ahí donde éste afirma el modo de vida y la creación de discursos innovadores. Cómo, pues, de manera batailleana se logra una afirmación de la vida (caos) aún dentro de la muerte (cosmos).

 

   Segunda parte. El discurso del espejo

El orden sintagmático con base en el cual se afirma el sistema capitalista ya está establecido. De la misma manera como sucede en el cuadro de Velázquez, la modernidad capitalista se nos ofrece como una posibilidad interpretativa que, sin embargo, en tanto totalidad, no puede ser puesta en duda. Pese a lo anterior, nos queda analizar en qué consiste la figura reflexiva y dialéctica que nos ofrece la imagen del espejo, y es esto lo que hace innovador el cuadro de Las meninas.

   A pesar de que éste último, en tanto obra de arte, se nos ofrece como algo ya acabado, aún nos queda la posibilidad interpretativa que se logra gracias a la mirada penetrante que el pintor hace recaer sobre los espectadores. Es, pues, esta mirada penetrante y al mismo tiempo perenne y vacía, quien parece ofrecer a los espectadores una infinitud de posibilidades discursivas e interpretativas. Acto, este último, que provoca un vacío y una sensación de libertad que por momentos vuelve factible la posibilidad de rebasar la barrera del entretejido sintagmático.

   Tal vacío, como nos dice Borges, es comparable al “horror que sentimos ante los espejos/ no sólo ante el cristal impenetrable/ donde acaba y empieza, inhabitable,/ un imposible espacio de reflejos”[4], sino ante el profundo e ilusorio vuelo que nos ofrece la modernidad capitalista dada la infinitud de posibilidades que se presentan en el valor de cambio de la mercancía, en lo inmaterial y perenne de ésta. Es, pues, este mismo lugar donde acaba toda posibilidad de orden discursivo, “donde se nos ofrece una superficie tenebrosa/ cuya tesura nos deja perplejos”[5] al conducirnos a los senderos tortuosos de la angustia. Es aquí donde, gracias a la imposibilidad discursiva, se podría dar una estética del vacío, pues, como nos dice André Bretón en los Manifiestos del surrealismo, la imaginación “ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional”[6]; más aquellos que intentan pasar este límite fijado por las leyes del entretejido sintagmático, quien en última instancia posibilita la fiabilidad de los discursos, son tachados de locos en tanto que han intentado quebrantar ciertas reglas. Es aquí donde creemos se nos ofrece la poesía, en sentido poiético, como una herramienta fiable, como aquella que nos salva de la angustia hacia donde nos conduce el capitalismo y su infinitud de posibilidades interpretativas que se hacen factibles en el valor de cambio de las mercancías, es ella quien logra transgredir el entretejido sintagmático de lo real, hasta volverlo un discurso estético. En esta medida, podríamos decir que sólo en tanto que hay poesía, entendiendo a ésta como libertad creadora, hay arte aún en medio del dogmatismo que nos ofrece el entretejido sintagmático dentro del cual se valida el capitalismo; de manera paradójica, es el valor de cambio que poseen las mercancías, quien otorga su sentido artístico a la modernidad.

  Finalmente, más sorprendente aún resultará la postura que hemos adoptado, a saber, la tesis de que los discursos que nos propone la modernidad sólo se logran en la medida en que, esta mirada reflexiva que nos proporciona la figura del espejo, “es una fuente inagotable de expresión: venero del que manan las miles de miradas por las que el mundo es mundo y que hacen posible e imperiosa la primera persona, el yo que mira porque es mirado, el sujeto siempre necesitado del otro para ser sujeto”[7]. El sujeto que, literalmente, se ata al tipo de discurso capitalista y que se afirma en la base de una muerte discursiva y que arma el reflejo de un sigiloso teatro.

 

   Bibliografía

 

-        Borges, Jorge Luis, Ficciones, Alianza, Madrid, 1996.

-        _______________, “Los espejos”, consultar en página web: http://www.poema-de-amor.com.ar/mostrarpoema.php?poema=3394

-        Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, siglo XXI, México, 1998.

-        Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, siglo XXI, Madrid, 1968.

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[1] Robert, B., Brandom, Hacerlo explícito. Razonamiento, representación y compromiso, Herder, Barcelona, 2005, p. 40.

[2] K., Marx, Manuscritos de economía y filosofía, p. 176.

[3] Ibidem, p. 39.

[4]  http://www.poema-de-amor.com.ar/mostrarpoema.php?poema=3394

[5] Ibídem.

[6] André Bretón, Manifiestos del surrealismo, p. 14.

[7] Josu, Landa, Tanteos, p. 279.


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