jueves, 26 de noviembre de 2009

La carga sintagmática del símbolo, ¿vuelco ontológico?

Por: José T. Mendoza Hernández
Según Nicol, toda carga simbólica posee una carga simbólica fundamental que la constituye y condiciona como principio ontológico de la realidad, a saber, la comunicatividad. Así, por medio de ésta última es posible elaborar un discurso práctico que, por ser tal, reúne en torno a sí a los individuos. En esta medida, la validez de toda práctica social estará presupuesta por un discurso previo; la fiabilidad y confiabilidad ética, política, religiosa, etc., que se le otorgue a las prácticas sociales, presupondrá que hay un valor axiomático que está operando como trasfondo de todo el discurso. Sin embargo, siguiendo esta misma hipótesis, dicha agrupación lingüística a partir de la cual se forma el orden de los discursivo, también estará precedida por una actitud libre por parte del individuo, al ser éste un ser ontológicamente poietico. (Cf. E. Nicol, La metafísica de la expresión, p. 253) Por lo anterior, tal actitud dialéctica entre un valor axiomático y la libertad, se verá reflejada en la creación y aprehención de un lenguaje simbólico diferenciado y libre que, en tanto tal, será quien determine el ethos (carácter) de lo individual y colectivo.
Ahora bien, en tanto que un símbolo forma parte de un entretejido sintagmático y éste posee una estructura capaz de otorgar una unidad funcional a la realidad, aquel aparecerá acompañado de una comunidad simbólica que lo condicionará y delimitará. Tal condicionamiento implica de suyo establecer un orden fáctico de la realidad, lo que se acepta cuanto más porque el individuo adopta tales símbolos como un modo de expresión, cómo un modo de referirse a la realidad. En esta medida, diríamos, pues, que la relación con los otros es también una relación simbólica y, en este sentido, pertenece a un sistema definido y diferenciado que no podrá ser vulnerado ni puesto en duda, pues ello implicaría un quebrantamiento simbólico-discursivo del orden sintagmático de lo real. Acto, éste último que desbordaría en una serie de atrofias axiomáticas y sinsentidos. En última instancia, pues, manteniendo esta postura, quien habla a través de los individuos es el símbolo, al ser él quien condiciona las relaciones prácticas y, en este sentido, es capaz de otorgar identidad y diferencia en los individuos, de crear presupuestos sin los cuales el orden discursivo y práctico se vendría abajo.
Dado lo anterior, en tanto que todo individuo está adherido a una forma simbólica con base en la cual afirma su permanencia como ser discursivo, debe cuidar que en las relaciones que mantiene con los otros, no corra peligro de ser vulnerado el sistema simbólico al cual pertenece, debe cuidar su fiabilidad. En esto último consiste, pues, la función de las instituciones. Kierkegaard, por ejemplo, dice lo siguiente respecto a la figura de un párroco, éste al ser quien hace hablar al símbolo en su forma religiosa, "tiene que rezar todos los domingos y en voz alta las plegarias imperadas por la Iglesia [La institución por antonomasia]; supongamos que el párroco se entusiasma... más el fuego se irá extinguiendo poco a poco por este camino; supongamos que al ejercer esta tarea quiera convencer a todos, estremecerlos... pero unas veces más y otras veces menos. Solamente la seriedad es capaz de repetir lo mismo cada domingo de una manera regular y con la misma originalidad" y en este sentido hacer hablar a la institución simbólico religiosa de manera que no pueda ser quebrantada. La institución, por tanto, regula el uso de los símbolos por medio de quien lo enuncia.
Así pues, dado que el símbolo se hace presente a partir de que es expresado por el individuo quien, como ya se ha dicho, se encuentra dentro de un entretejido simbólico, éste último también formará parte de un sistema histórico. De modo que, la vocación simbólica libre adoptada por el individuo, consistirá también en afirmar al símbolo como parte del pasado y, finalmente, conducirlo hacia un futuro proyectivo, asignándole pues, como diría Nicol, "una estructura de sentido" funcional y por tanto histórica. Dado lo anterior, se presenta una aporía, pues a pesar de que el símbolo no puede ser vulnerado en tanto que pertenece a un entretejido sintagmático en cuya base se encuentran una serie de axiomas, tendrá que aceptar su status proyectivo y, en esta medida, reconocer que en cada acto está llendo hasta el límite de sus propias posibilidades discursivas, regenerándose. En cada acto, pues, el individuo en tanto perteneciente a una institución, pone en duda la actualidad fáctica de dichos axiomas.
Dado lo anterior, el lenguaje simbólico "de la poesía, del arte, de la teología, la política, la praxis utilitaria, de la filosofía y la ciencia en general" (E. Nicol, Op. cit., p. 215.), engloba y permite la práctica de una vocación libre en el individuo. Sin embargo, al ser ésta última el resultado de una síntesis entre lo axiomático y lo histórico, comprueba su nivel de validez, sino hasta que es llevado a la práctica. Por ello, a pesar de que el sistema en cuanto tal no puede ser puesto en duda, en todo momento tendrá que ver una redefinición conceptual de los términos que forman el entretejido sintagmático. En ello radica su validez. El vuelco ontológico consistirá, pues, en que todo axioma de cualquier tipo que éste sea, tendrá que reproducirse en el campo de lo práctico. Paradojicamente, el axioma no tendrá que ser pragmático, sino colocarse en el campo de lo interpretativo, sin con ello pretender hacer a un lado su status sintagmático.

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